viernes, 20 de marzo de 2009

El indolente


Hoy hay examen. O prueba. O un ejercicio "especial". De forma irreversible, irrevocable y aunque lo queramos vestir de festejo, hoy hay examen. Es primera hora  de una mañana fría, y con pulcro maletín entra seguro en la clase que le espera. A los alumnos no les mira a los ojos, no quiere que su conciencia se quiebre y prefiere mantener ese halo de sutil complacencia.

pizarraNerviosismo en los alumnos que estudiaron. Tal vez la tarde antes. Tal vez diariamente. Frenéticos, estos alumnos esperan demostrar al demiurgo que las disciplinas que éste impartió no fueron en vano. Demostrar, sin saberlo, que la raza del profesor puede ser perpetuada. Inmortalizar sus experiencias de cátedra.

También nerviosos los otros. Los que nada estudiaron. Los que en un insigne escondrijo, guardan, en pequeños trozos de manoseados papeles, las Tablas de la Ley del Aula. Alumnos, que venderían su alma a "nosequé" diablo, si éste les permitiese poder colocar frente a sus ojos, y sin peligro de ser cazados, esa pequeña obra de arte enciclopédica que es "la chuleta".

Tranquilos pocos, los alumnos que encontramos en este retrato. Tal vez aquél del fondo, aquél cuya conciencia ya no usa, o nunca usó, o nunca le enseñaron a usar. Y aunque cierto es que cada vez más este tipo de oyentes hay en las aulas, preferimos a los otros. A los dóciles o a los aventureros. Y nos inquieta, o nos aturde, en gran medida, la presencia de estos indolentes.

En breve alguna pregunta, que el profesor sortea hábilmente con objeto de mantener intacta su ecuanimidad. Eso de tener "la sartén por el mango", por donde no quema, es algo que todos intentan, pero solo algunos consiguen. Suena el timbre. Baja la bandera. Y el el pulcro maletín, los folios, con más o menos ilusiones adheridas, viajan hasta el lugar del Juicio.

Lo otro, eran solo preliminares. Ahora, en la soledad del guerrero, se va aclarando cada hecho. Colocando alguna tilde. Corrigiendo alguna suma. Y así, tras una deliberación marcada por los patrones de no se qué currículos, en tinta de sangre. La nota. Estampada junto al nombre, per secula seculorum.

Luego vendrán correcciones. Palmadas en la espalda. Incluso reñiduras sobre los deberes o las obligaciones. Vendrán más profesores, y psicólogos. Incluso políticos acudirán a veces. Y explicarán, eso si, siempre de forma estadística, con desviaciones típicas y modas, las razones últimas de los éxitos o los fracasos.

Pero aún allí, al final de aquella clase. Todavía inmóvil está aquél alumno, el que no usaba su conciencia. El indolente. El que, poco a poco muere, y que por la noche, cuando el profesor duerme, es el único que aparece en sus sueños.

domingo, 1 de marzo de 2009

El nuevo

Hacía seis meses que concluyó sus estudios universitarios. Su padre y su madre habían sido maestros, y nunca dudaron de la vocación del "chico", que así llamaban por ser hermano menor de tres hermanas, y también, por qué no decirlo, por su no elevada altura sobre el nivel del aula: uno coma cincuenta y siete. Nunca pensó que fuese a trabajar tan rápido, una sustitución en un pueblo, cerca de la capital. La titular de la plaza está enferma. Nadie le ha dicho cual es la enfermedad y al "chico", en verdad, le importa poco, su gran ilusión era comenzar a, como dicen esos carteles de las farolas, IMPARTIR clases.

Me llamo, Jaime, pero me dicen "chico". Así comenzó su primera clase. Al principio sorprendidos, y más tarde perdidos, los alumnos asistieron absortos a toda una serie de esquemas, fórmulas, y explicaciones que el profesor les contaba, tal vez con algo de vehemencia, tal vez con algo de vanidad. Pasaron cincuenta minutos y ninguna pregunta, seguro que lo han comprendido todo. Hasta el lunes. Era viernes.

nuevoEl primer incidente ocurrió a los tres minutos de iniciar la clase del lunes. Una chica mascaba chicle mientras escribía cartas de amor con tintas imposibles. No supo como atajar la discusión, pero al cabo de siete minutos, la enamorada chica estaba expulsada de clase y "chico", explicaba al resto de acostumbrados oyentes, lo que no se debe, o no se puede hacer. Mañana un examen, declaró el profesor muy enojado intentando reforzar su autoridad.

De los veinte alumnos que tenía, una docena y media de folios en blancos, y los otros cuatro, con intentos infames de no caer en la blancura impoluta de la celulosa, habían escrito palabras que difícilmente se convertían en frases, y que nunca llegarían a ser párrafos legibles.

Después vinieron las burlas, los encuentros, los desencuentros, las justificaciones, los reproches, las culpas, alguna auto-crítica en silencio, y más días. En el séptimo preguntó por la enfermedad de la maestra. El octavo alguien, en la sala de profesores hablaba de vocación. Al cabo de un mes, discutía con unos amigos sobre las vacaciones de los profesores que ya no le parecían pocas.

Deje de saber de él al final de curso. Espero que le vaya bien.
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